A los 16 años el mundo estaba abierto. Podía soportar un presente aburrido confiada en el futuro próximo, sintiendo que todas las esperanzas estaban al alcance de la mano. El instituto, los padres, el barrio, todo, todo era pasajero; iba a desaparecer como un mal sueño en cuanto mi plan empezara a funcionar.
Al poco empecé a trabajar en una pizzería para comprarme mi primer saxofón y pagarme las clases. Nunca me gustó el trabajo y, tal vez por eso, nunca me han gustado las pizzas. Tampoco tenía muchas amigas; no conectaba con su mundo de princesas y modelos. Yo quería ser una estrella de rock, tocar en una banda, hacer giras alrededor del mundo, vestir ropa extravagante, tener un peinado único y distintivo, brillar por encima de toda la vulgaridad que conocía. Quería ser uno de esos ángeles caídos capaces de construirse un paraiso en cada hombro desconocido.
Era una niña, pero me sentía mucho más viva que ahora.
A esa edad no eres nadie. Sólo se habla de los amigos, de las pelis que has visto, de los programas de la tele, pero no de una misma. Todo el mundo conocía a alguien especial, alguien que iniciaba en lo desconocido, que abría una rendija por la que colarse en las prohibiciones. Y no importaba si eras la persona más fea y aburrida del barrio: conocías a ese ser especial, hablaba contigo, y ya podías llenar tu vacío contando su vida a todos los demás como si fuera la tuya propia. Mejor aún, porque tu vida nunca parece gran cosa.
Yo no llegué a conocer a ese alguien, así que tenía que ser yo misma todo el tiempo. Eso curte.
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